La carrera por liderar la inteligencia artificial no solo se libra en laboratorios y salas de juntas, sino también en vastos complejos de acero y hormigón que crecen como ciudades en miniatura: los centros de datos. Meta está levantando “Prometheus” y “Hyperion”; Elon Musk, a través de xAI, impulsa “Colossus”; y OpenAI prepara “Stargate”. Cada uno de estos proyectos supera los 100.000 millones de dólares y tiene un objetivo común: construir los superordenadores más potentes jamás creados. Sin embargo, por enormes que parezcan, son apenas una pieza de un rompecabezas de dimensiones históricas.
Según cálculos de Morgan Stanley, la inversión global en centros de datos alcanzará los 3 billones de dólares de aquí a 2029. El músculo financiero de las grandes tecnológicas —Google, Amazon, Microsoft y Meta— cubrirá en torno a 1,4 billones. El resto, unos 1,5 billones, deberá salir de otras fuentes: fondos soberanos, capital riesgo, inversores institucionales, deuda corporativa e innovadoras fórmulas de financiación. Rob Horn, responsable global de infraestructuras en Blackstone, no lo minimiza: “La magnitud de capital que se necesita es absolutamente inmensa. Está agotando el potencial de cualquier mercado financiero individual y exige que todos los tipos de capital participen”.
Del crecimiento estable a la fiebre por la IA
Durante años, el gasto en infraestructuras de las grandes tecnológicas creció de forma previsible. Se invertía en centros de datos para servicios en la nube, logística digital y redes globales. Pero a finales de 2022, con la llegada de ChatGPT, todo cambió. Las compañías comprendieron que la IA generativa no solo podía transformar sus productos, sino redefinir sus modelos de negocio.
En cuestión de meses, se desató una carrera por adquirir servidores de última generación, chips especializados y, sobre todo, espacio físico y energía para alimentarlos. El resultado: un gasto proyectado de más de 350.000 millones de dólares en centros de datos este año y más de 400.000 millones en 2026.
El ritmo de construcción no tiene precedentes. Solo en 2024, en Estados Unidos había unos 20 gigavatios de capacidad operativa. Antes de que termine el año, se espera iniciar obras para otros 10 GW a nivel mundial y completar 7 GW más, según la consultora JLL. Para ponerlo en perspectiva, un gigavatio puede abastecer a cientos de miles de hogares, y en el caso de los centros de datos, la mayor parte de esa energía se destina a alimentar y refrigerar procesadores.
La nueva arquitectura financiera: deuda, riesgo compartido y contratos blindados
Históricamente, los gigantes de la nube podían financiar sus propias instalaciones gracias a flujos de caja robustos. Pero la escala actual supera la capacidad de autofinanciación. Aquí es donde entra en juego un modelo híbrido: el “build-to-suit”, en el que promotores privados construyen centros a medida y los alquilan mediante contratos de larga duración, reduciendo el riesgo para ambas partes.
Un ejemplo es Oracle, que firmó un arrendamiento de 15 años para un centro de 2 GW en Abilene, Texas. El proyecto es obra de Crusoe y Blue Owl Capital, respaldado por 5.000 millones en capital y casi 10.000 millones en deuda gestionada por JPMorgan. Esta instalación, junto con otras, formará parte del suministro de 4,5 GW de capacidad de computación que Oracle ha prometido a OpenAI en un acuerdo valorado en unos 30.000 millones de dólares anuales.
Meta adoptó una estrategia similar: recaudó 29.000 millones de dólares —26.000 de ellos en deuda— a través de un consorcio liderado por Pimco para financiar centros en Ohio y Luisiana. Esto le permite destinar liquidez a proyectos con retornos más rápidos, mientras que inversores como Apollo, Carlyle o KKR compiten ferozmente por el privilegio de financiar este tipo de infraestructuras.
El riesgo oculto: obsolescencia tecnológica y la sombra de una burbuja
El atractivo financiero es evidente, pero también lo es el riesgo. Los centros de datos construidos hoy están optimizados para albergar la última generación de chips de Nvidia, como los Blackwell, que requieren sistemas avanzados de refrigeración líquida. Si los chips futuros cambian drásticamente sus necesidades técnicas, esas instalaciones podrían quedar obsoletas en menos de una década. “En diez años podrías tener un almacén lleno de hardware inservible”, advierte un directivo del sector.
La historia ofrece una advertencia: en la burbuja de las telecomunicaciones de los noventa, se instalaron más de 80 millones de millas de cable de fibra óptica en Estados Unidos, muy por encima de la demanda real. El exceso hizo caer los precios y arruinó a numerosas empresas. Varios analistas temen que la euforia por la IA esté repitiendo patrones: previsiones que asumen que todas las empresas adoptarán la IA y pagarán precios suficientes para justificar inversiones colosales en entrenamiento de modelos.
El peligro se multiplica con la entrada de proyectos especulativos: centros en fase de construcción sin clientes confirmados, o financiados para compañías sin grado de inversión, como ciertas start-ups de IA. Además, la financiación respaldada por activos como GPUs es volátil: Nvidia lanza chips más potentes cada pocos años, depreciando rápidamente generaciones anteriores.
Los ganadores y los que asumirán las pérdidas
Los hiperescaladores como Microsoft o Amazon tienen la ventaja de la escala y los recursos para absorber parte de los riesgos. Pero quienes se han endeudado masivamente para construir centros de datos podrían enfrentarse a un futuro complicado si el mercado se enfría. “Ahora mismo, estas compañías están acaparando capacidad como si se tratara de un mercado de ganador único”, comenta un ejecutivo del sector. “Si llega la contracción, los que más sufrirán serán los operadores con altos niveles de deuda”.
A pesar de los riesgos, el sector sigue atrayendo capital a un ritmo vertiginoso. El acceso a terrenos con capacidad eléctrica, contratos de suministro de chips o alianzas con clientes estratégicos se ha convertido en oro puro para inversores e infraestructuras. La carrera por la IA no solo está redibujando el mapa tecnológico, sino que está impulsando una transformación financiera global que podría definir la economía digital de la próxima década.