Inteligencia Artificial

OpenAI construye un imperio de cómputo para ser líder en inteligencia artificial

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OpenAI ha emprendido una de las mayores apuestas financieras en la historia reciente de la tecnología. La empresa fundada por Sam Altman ha firmado compromisos que superan el billón de dólares en capacidad de cómputo, un volumen sin precedentes que refleja tanto su ambición como los riesgos que enfrenta. En su afán por asegurar la infraestructura necesaria para sostener el crecimiento de ChatGPT y de sus futuros modelos, OpenAI ha cerrado acuerdos con gigantes como Nvidia, AMD, Oracle y CoreWeave. Pero detrás de la magnitud del anuncio surge una pregunta inevitable: ¿puede una compañía con ingresos de apenas 12 000 millones de dólares sostener semejante expansión?

Una infraestructura del tamaño de un país

Las cifras impresionan. Los contratos firmados le garantizarían a OpenAI acceso a más de 20 gigavatios de capacidad de cómputo durante la próxima década, una potencia equivalente a la que generan 20 reactores nucleares. Según estimaciones internas, desplegar cada gigavatio de infraestructura cuesta alrededor de 50 000 millones de dólares, lo que eleva la inversión total a la cifra redonda de un billón. Se trata de una escala inédita incluso en Silicon Valley, un territorio acostumbrado a los grandes gestos.

Los acuerdos con Nvidia y AMD son los pilares de esta arquitectura. Nvidia, hoy valorada en más de 4 billones de dólares, invertirá 100 000 millones en OpenAI durante los próximos diez años, dinero que la start-up destinará a la compra de chips para sus centros de datos. AMD, por su parte, ha firmado un pacto de hasta 300 000 millones que incluye un componente particularmente creativo: la concesión de warrants que permitirán a OpenAI adquirir hasta el 10 % de la compañía por una fracción simbólica del precio si se cumplen ciertos objetivos. Oracle también ha comprometido otros 300 000 millones en servicios de computación, mientras que CoreWeave ha revelado contratos por más de 22 000 millones adicionales.

En paralelo, OpenAI participa en “Stargate”, un ambicioso proyecto junto a SoftBank y Oracle que prevé inversiones por 500 000 millones en infraestructura de IA en Estados Unidos. Si todas estas iniciativas se concretan, Altman estaría orquestando la mayor red de procesamiento privado del planeta, una infraestructura que podría redefinir la geopolítica tecnológica de la próxima década.

Sin embargo, los fundamentos financieros distan de ser sólidos. Analistas como Gil Luria, de DA Davidson, estiman que la empresa podría perder unos 10 000 millones de dólares este año, un desequilibrio que pone en duda su capacidad para cumplir los compromisos asumidos. “OpenAI no está en posición de hacer ninguno de estos acuerdos”, advierte. Pero el ecosistema tecnológico ha visto antes esta película: Silicon Valley se ha construido sobre la lógica del “finge hasta que lo logres”, donde la confianza se convierte en la moneda que sostiene las promesas.

El riesgo de una burbuja de silicio

La escala del plan de OpenAI no solo redefine los límites de la inversión tecnológica; también alimenta las sospechas de que se está gestando una burbuja. Las relaciones entre las empresas involucradas son tan circulares como rentables: cada anuncio de colaboración ha impulsado las cotizaciones bursátiles de sus socios. Las acciones de AMD subieron casi un 24 % tras revelarse el acuerdo; Oracle añadió más de 200 000 millones en valor de mercado tras anunciar su participación. Es un juego en el que todos ganan… mientras el entusiasmo dure.

Detrás de esta euforia hay un riesgo estructural: el modelo de crecimiento de la inteligencia artificial depende de que la demanda siga expandiéndose de forma exponencial. Si la adopción se estanca o los márgenes se estrechan, el castillo de deuda y compromisos podría volverse insostenible. No sería la primera vez que la industria tecnológica confunde innovación con apalancamiento. Los paralelismos con la burbuja de las puntocom son inevitables, aunque en esta ocasión la materia prima no son las páginas web, sino los chips y la energía.

Para sostener su expansión, OpenAI ha recurrido tanto al capital de riesgo como a los mercados de deuda. En el último año ha levantado unos 47 000 millones de dólares en rondas de inversión, buena parte ligadas a acuerdos con Microsoft, su principal socio estratégico, y ha asegurado 4 000 millones adicionales en préstamos bancarios. Además, prepara una emisión masiva de deuda para financiar su infraestructura, algo que ha despertado la preocupación de agencias como Moody’s, que alerta sobre la dependencia de algunos de sus socios —como Oracle— del éxito futuro de OpenAI.

Sam Altman, sin embargo, parece indiferente al ruido financiero. “Ser rentable no está entre mis diez principales preocupaciones”, declaró recientemente. Para él, este es un periodo de siembra: una fase de inversión y crecimiento que, en su visión, cimentará el dominio de la empresa en el mercado global de la inteligencia artificial. El desafío es que la fe de los inversores aguante tanto como su visión.

Un experimento de capitalismo extremo

Lo que OpenAI está construyendo va mucho más allá de una compañía de software. Es una apuesta por un nuevo modelo de capitalismo tecnológico, en el que las fronteras entre proveedor, cliente e inversor se disuelven. Nvidia invierte en OpenAI, que a su vez le compra chips; CoreWeave financia su propia expansión apalancándose en los activos de Nvidia; y los mercados celebran cada acuerdo como si fuera un anuncio de beneficios inmediatos. El sistema se retroalimenta: más capital genera más expectativas, que a su vez justifican más capital.

Pero esta arquitectura también es frágil. Un cambio en el ciclo económico, una ralentización en la demanda de IA o un avance disruptivo de un competidor más eficiente podrían desencadenar una reacción en cadena. El propio Altman lo sabe: su empresa, al igual que Amazon o Microsoft en sus primeras etapas, opera con un nivel de gasto que solo puede sostenerse mientras los inversores crean que el futuro compensará el presente. Un veterano de Silicon Valley lo resumió con crudeza: “OpenAI está en un negocio mucho más intensivo en capital que Google o Microsoft jamás lo estuvieron, y nació sin disciplina de costos”.

En última instancia, el proyecto de Altman encarna la tensión central del siglo XXI: la carrera por el control del cómputo. En un mundo donde la inteligencia artificial promete redefinir industrias enteras —desde la salud hasta la defensa—, asegurar el acceso a los recursos informáticos se convierte en una forma de soberanía. La cuestión es si OpenAI podrá transformar esa ambición en un modelo sostenible o si terminará siendo el símbolo más espectacular de una fiebre tecnológica desbordada.

Por ahora, el tiempo —y los mercados— tienen la última palabra.

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