Inteligencia Artificial

¿Puede la inteligencia artificial revolucionar la ciencia?

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En los últimos años, la inteligencia artificial se ha convertido en sinónimo de promesas desbordadas: desde transformar industrias enteras hasta acelerar descubrimientos científicos a una velocidad nunca vista. Sin embargo, no todos comparten esta visión optimista. Thomas Wolf, cofundador y director científico de Hugging Face, ha puesto un jarro de agua fría sobre las expectativas. En una reciente intervención, Wolf advirtió que los modelos actuales de IA, por muy impresionantes que parezcan en tareas de lenguaje o razonamiento básico, difícilmente podrán generar avances científicos genuinos, de esos que redefinen el conocimiento humano y terminan en un Nobel.

La afirmación contrasta con las palabras de figuras como Sam Altman, de OpenAI, o Dario Amodei, de Anthropic, quienes sostienen que la IA podría condensar siglos de progreso en apenas décadas. Para Wolf, esa proyección pasa por alto una limitación fundamental: los chatbots y modelos actuales no están diseñados para cuestionar la realidad, sino para reproducir lo más probable, lo más estadísticamente verosímil. Y la ciencia, recuerda, avanza precisamente cuando alguien se atreve a plantear lo improbable.

El contraste entre el científico y la máquina

La crítica de Wolf se apoya en un análisis del comportamiento de los modelos de lenguaje. Estos sistemas están entrenados para predecir la palabra más probable en una secuencia, un proceso útil para generar textos coherentes pero poco fértil cuando se trata de imaginar lo inesperado. Un Copérnico o un Einstein no buscaban la siguiente palabra más probable, sino la hipótesis más improbable que, con el tiempo, demostraba ser cierta. Ese impulso contrarian, de ir contra la corriente intelectual de su época, es lo que falta en la arquitectura actual de la inteligencia artificial.

Wolf señala además que los chatbots tienden a complacer al usuario, reforzando sus preguntas en lugar de desafiarlas. Si un científico necesita un compañero incómodo que cuestione supuestos y abra caminos inexplorados, la IA actual se comporta más como un interlocutor educado que celebra cada idea, por disparatada que sea.

Copilotos útiles, pero no protagonistas

Nada de esto significa que la inteligencia artificial carezca de valor en el ámbito científico. De hecho, ya existen casos notables donde ha servido como herramienta de apoyo. AlphaFold, de Google DeepMind, ha logrado predecir estructuras de proteínas con una precisión que habría llevado décadas alcanzar por métodos tradicionales. Ese tipo de avances muestra que la IA puede actuar como un “copiloto” para investigadores, acelerando cálculos, organizando información y ofreciendo pistas que el ser humano luego interpreta y valida.

En opinión de Wolf, ese será probablemente el rol dominante de estas tecnologías: asistentes que multiplican la productividad del científico pero que no sustituyen su capacidad de intuición, rebeldía intelectual y visión disruptiva. La frontera entre acelerar un proceso y reinventar un paradigma sigue siendo, por ahora, humana.

La carrera por ir más allá

La posición crítica de Hugging Face no implica que la industria haya renunciado al objetivo de crear modelos capaces de descubrimientos genuinos. Nuevas startups, como Lila Sciences o FutureHouse, intentan diseñar arquitecturas que rompan con la lógica de la predicción probabilística y se acerquen más al razonamiento exploratorio. La gran pregunta es si será posible programar la creatividad, esa capacidad de desafiar lo establecido que ha definido a los grandes científicos de la historia.

Por ahora, lo que parece claro es que la inteligencia artificial seguirá siendo un motor de eficiencia y apoyo en los laboratorios, pero la chispa del descubrimiento —ese momento improbable en que alguien decide mirar el universo desde un ángulo distinto— sigue perteneciendo, al menos por ahora, a los seres humanos.

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